Las infancias robadas de Kivu

Ago, 2018

    David Erungu, de 10 años, fue secuestrado a los ocho por el ADF/Nalu, un grupo rebelde yihadista que hizo de porteador del botín de los pillajes. (Imagen por Xavier Aldekoa)

La violencia enquistada en Congo desde hace más de dos décadas ha dejado una herencia maldita en las dos provincias de Kivu, en el este de la República Democrática del Congo: una generación de miles de niños soldado, menores esclavizados en minas artesanales o víctimas de abusos, miseria y violaciones.

Además de las palizas constantes, Kasuku Bisore recuerda que el entrenamiento tenía un objetivo claro: convertirles en máquinas de matar. Empezaba con prácticas de tiro con arco a un bananero, luego les hacían trepar árboles muy altos y finalmente les enseñaban técnicas de emboscada. Si superaban el adiestramiento, les daban un cuchillo, un AK47 y los enviaban a asesinar.

Kasuku fue un niño soldado antes de tener consciencia de ello. Fue raptado a los cuatro años por el FDLR, un grupo rebelde formado por los temibles interahamwe (se traduce como “los que matan juntos”), que llevaron a cabo el genocidio ruandés en 1994 antes de huir al este de RD Congo, y creció en la selva con quienes habían asesinado a su familia. Kasuku fue un alumno aplicado: no se ponía nervioso al apretar el gatillo, era buen compañero —ayudó a tirar al río el cuerpo de un hombre que otro niño soldado había asesinado tras una discusión por un bidón de aceite— y nunca volvía de vacío de los pillajes.

    Miles de niños son reclutados para alistarse a grupos rebeldes en el este de Congo. En la ciudad de Goma, el centro Pami trabaja para reintegrarlos en la sociedad. Sus voluntarios organizan actividades como capoeira o teatro para ayudarles a superar el trauma. (Imagen por Xavier Aldekoa)

A veces, admite, se le iba la mano y ahora le sabe mal. “Una vez una familia decía que no tenía nada, que eran pobres, les obligué a todos a tumbarse en el suelo y le di al padre con un bastón en la cabeza. Muy fuerte. Así: pam, pam, crack. Pido perdón a dios”. Kasuku dice que antes esas cosas le parecían normales —“así era la vida”—, pero ahora, tras entrar en un programa de reinserción de niños soldado coordinado por la oenegé congoleña Pami, ha entendido que aquello estaba mal.

A su alrededor, una veintena de niños le comprenden porque ellos hicieron igual. Sufrieron igual: el mismo frío de la selva, el mismo hambre en la tripa, el mismo miedo a morir, el mismo olor a sangre. Varían algunos detalles. A Kasole le obligaron a trabajar como esclavo desde los 12 años en una mina de diamantes de Walikale hasta que fue suficientemente mayor para portar un arma y participar en las matanzas. Él es el único de todos los niños del centro que llorará al explicar su historia: no puede volver a su aldea porque él mismo mató a su familia y vecinos.

“Una familia decía que eran pobres, les obligué a echarse en el suelo y le di al padre en la cabeza”

El trauma en estos niños a veces se refleja en una asociación de ideas enferma. Cuando David Erungu, de 10 años, ve en la calle a una persona con una mano amputada, siempre piensa lo mismo: “mira, un ladrón”. Fue secuestrado a los ocho por el ADF/Nalu, un grupo rebelde yihadista que provoca el terror en la frontera con Uganda, e hizo de porteador del botín de los pillajes. A Erungu se le ha quedado grabado el cansancio de aquellas caminatas eternas y la imagen de las gargantas rebanadas. También los castigos a los ladrones, a quienes cortaban la mano o un pie. “¿Sabes? Para evitar que la persona muera desangrada y la herida se infecte hay que poner el muñón en aceite hirviendo”, cuenta con los ojos abiertos y una pizca de sorpresa, como cualquier niño que explica algo que él sabe y el adulto no.

    Niños porteadores en la mina de coltán de Numbi. Ganan medio dólar al día por cargar mercancías para los mineros o llevar sacos de mineral hacia el pueblo más cercano. (Imagen por Xavier Aldekoa)

Más de dos décadas de violencia han dejado una herencia maldita a orillas del lago Kivu, en las dos provincias más descontroladas del este de Congo. Miles de niños han perdido su infancia al ser alistados como niños soldado en grupos rebeldes, sufrir abusos y violaciones o trabajar como esclavos en las más de mil minas artesanales de la región. El derrumbe del estado congolés, corrupto hasta el empacho e incapaz de controlar vastas extensiones de su territorio, condena a estos menores a padecer un sistema ineficaz y que les abandona a su suerte.

    El centro Alboan brinda a mujeres víctimas de violencia sexual atención médica, apoyo psicosocial y la posibilidad de aprender un oficio que les permita alcanzar una autonomía económica. (Xavier Aldekoa)

La cárcel de menores de la ciudad de Goma, un agujero nauseabundo al que este periodista accede tras hacerse pasar por trabajador de una organización social congolesa, es sólo un ejemplo de un estado en caída libre. Frente a la prisión de adultos, que supera 10 veces su capacidad, un centro lleno de barrotes acoge a 66 menores de edad que cumplen condena o esperan a ser juzgados.

En el recinto, con un patio central donde se apiñan los reclusos, no hay electricidad, hay cuatro aseos estropeados y otras estrecheces: cada colchón, repletos de pulgas y podridos por la humedad al estar en el suelo, debe compartirse entre dos o tres presos. Y la falta de higiene o comida —el estado no proporciona alimentos y dependen de donaciones de Unicef o los salesianos— no es lo peor. Para algunos chavales, las paredes del recinto delimitan un infierno: niños pequeños que han cometido infracciones insignificantes conviven con ex niños soldado adolescentes, juzgados por delitos de sangre y violación.

La pobreza empuja a cientos de niñas a trabajar de porteadoras o a prostituirse

Didier Dieudonné, de 11 años, duda si contar su experiencia y susurra asustado incluso cuando en el despacho del director del presidio donde se desarrolla la entrevista no hay nadie más. Minutos antes, mientras el director estaba en la habitación, Didier aseguraba que todo estaba bien y el trato era bueno. En cuanto nos quedamos solos, se desmorona. “Me pegan mucho”. Explica que los presos mayores tienen a los más pequeños aterrorizados, les hacen limpiar los lavabos y les roban su comida. Cuenta también por qué está encerrado allí, junto a antiguos niños combatientes: robó un móvil. “Estaba en el mercado con mi amigo Rigo y le quitamos el teléfono a un señor. Cuando estábamos vendiéndolo, el propietario nos pilló. Voy a pasar aquí dos meses”. Hace unos días, un familiar le fue a visitar y le llevó unas sandalias. Se las robaron esa misma tarde.

    Adolescente en una mina de coltán en Numbi. Los niños más pequeños son muy valorados en las minas porque, por su tamaño, pueden colarse por túneles estrechos, no tienen miedo —o juicio del peligro— para meterse por agujeros mortales y cobran la mitad que los adultos. (Imagen por Xavier Aldekoa)

El director del presidio, Gratien Ndagijimana, le quita importancia —“cosas de críos, inevitables”— y protesta porque el estado no envía dinero y dependen de la beneficencia. A pesar de la decrepitud que le rodea, mantiene impertérrito el discurso oficial: los niños no están en el centro como castigo, sino para educarse.

    Un joven, frente al centro de la oenegé congoleña Pami. (Imagen por Xavier Aldekoa)

Fuera de la cárcel, el estado tampoco abriga. En Masisi, junto a la mina de oro de Gokombe-Rubaya la pobreza empuja a cientos de niñas a trabajar como porteadoras o a prostituirse para arañar unos francos de los bolsillos de los mineros. A Francine Zawadi, de 16 años, por ascender la montaña y llevar cajas de cerveza hasta la entrada de la mina le dan medio euro al día. “Es duro, pero no hay nada más”, dice.

A veces, además de la pobreza, los niños sufren la cara más oscura de la violencia: el odio étnico. A Neema Baoma la violó un vecino cuando tenía 14 años en su aldea de Kitchanga. No tiene dudas de por qué: “Él es hutu ruandés y desprecian a todas las etnias congolesas. Me violó porque era hunde. Si no, jamás lo habría hecho. Me castigó a mí para despreciar a toda mi tribu”. Antes de aquel día, Neema dice que no había tenido ningún problema con aquel vecino hutu. Por eso se confió.

A veces, los niños sufren la cara más oscura de la violencia: el odio étnico

Estaba preocupada porque había perdido una libreta de una amiga y no tenía dinero para conseguir otra. Cuando aquel vecino se enteró, le dijo a Neema que, si iba a su casa, le daría otra. “En cuanto entré, cerró la puerta, me empujó y me violó. Fue muy violento”. Como ella se quedó embarazada, su familia fue a protestar a casa del agresor. Él se rió en su cara. “No nos tenía miedo, tiene familia en un grupo rebelde de la zona y sabe que es intocable”.

Neema dice que ahora, cuando mira a su bebé, no está triste ni contenta. Dice que así es la vida.